A 147 años de su muerte, la historia del cacique Calfucurá sigue presente en la historia de nuestra provincia. El docente pampeano Omar Lobos, autor de “Juan Calfucurá – Correspondencia 1854 – 1873” (Editorial Colihue), lo considera como uno de los “grandes estrategas políticos” de aquellos años en nuestras tierras.

A modo de síntesis, Lobos trajo el recuerdo de la figura de Calfucurá, en un nuevo aniversario de su muerte:

“De procedencia huilliche, Calfucurá habría nacido en la zona llamada ‘de entrecordilleras’, cerca del volcán Llaima, entre fines del siglo XVIII y comienzos del XIX. Era hijo del célebre cacique Huentecurá, que cooperó con San Martín cuando el cruce de los Andes, y de la cacica Amuizeu. Su primera aparición registrada por la región pampeana es a mediados de 1831, junto con su hermano Antonio Namuncurá y el resto de su ya numerosa familia. Después de la Campaña a los Llanos que Juan Manuel de Rosas llevó contra las tribus de los ríos Colorado y Negro en 1833, se produjo la irrupción de Calfucurá en el Carhué, atacando a las tribus vorogas o voroganas.

Estos voroganos eran mapuches emigrados de Chile, de la reducción española de Vorohué (de allí su nombre), cuando la Guerra a Muerte desatada por San Martín en Chile los dejó del lado de los realistas. Aquí se instalaron en la zona del Carhué, y Rosas había comprado su amistad y fidelidad. El caso es que, encargados de atacar a los ranqueles durante la campaña rosista, los voroganos fueron remisos a emprenderla contra sus parientes (puesto que estaban unidos a los ranqueles por lazos familiares), y a la vez las tribus del río Negro los responsabilizaban por la muerte en 1832 del cacique Toriano, principal en aquellos tiempos. Represalia de Rosas o de los propios paisanos, aconteció el ataque que se conoce como la masacre de los médanos de Masallé.

Santiago Avendaño, que de muchachito fue cautivo de los ranqueles, cuenta en sus Memorias que ni bien llegó Calfucurá se apresuró a disculparse por el barullo que había metido con su arribo, despachando chasques a los cuatro vientos de la llanura: a los ranqueles, a Chile, a los Catriel, a los jefes de Bahía Blanca y al propio Rosas, explicando que el propio Dios y la providencia lo habían mandado a destruir el poder de los traidores voroganos y lo habían elegido a él para ‘la grande misión de mantener la paz con el gobierno de Buenos Aires’.

De ahí en más, su cuartel general estaría en las Salinas Grandes, pero su residencia se halló siempre a unas ocho leguas, junto a la laguna Chilihué, cerca del actual Padre Buodo (a pocos kilómetros de la localidad de General Acha). Ambos puntos se convertirán con el tiempo en una verdadera capital (un centro de poder): allí convergen comisiones de los blancos, comisiones y visitas de paisanos de un lado y otro de la cordillera, comerciantes, y de allí parten y se van haciendo anchas y firmes rastrilladas hacia los cuatro rumbos: a los ranqueles, a Córdoba, a Bahía Blanca, a Neuquén y Chile, al Azul.

La batalla de Caseros, donde el Ejército Grande al mando del general Urquiza venció a las tropas rosistas y puso fin al largo gobierno del Restaurador de las Leyes, el 3 de Febrero de 1852, cambió muchas cosas en las Provincias Unidas del Río de la Plata. Y Calfucurá y los suyos no quedarían al margen de ese nuevo orden.

A poco de asumir el general Urquiza el gobierno provisional, la provincia de Buenos Aires se rebela contra él y este decide instalar la sede gubernamental en Paraná. Buenos Aires, entonces, queda constituido como un estado autónomo al que habrá que doblegar por la fuerza para que se integre al país.

Ahora bien, en ese período de casi diez años en que Buenos Aires quedó segregada del resto de las provincias y en pie de guerra contra ellas, se sucedió una sorda lucha por ganarse el apoyo de los caciques de tierra adentro. Calfucurá enseguida es conquistado para la causa de Urquiza: su hijo Namuncurá es enviado a Paraná a jurar la constitución y allá es bautizado con el nombre de Manuel y apadrinado por el propio Urquiza; otros hijos suyos van también a Paraná, en comisión o a prestar servicio en el ejército de la Confederación Argentina.

Entretanto, Calfucurá va tejiendo alianzas más o menos secretas con todos los caciques del tronco mapuche de un lado y otro de la cordillera de los Andes, empeñado en formar una gran confederación indígena que pudiera actuar conjuntamente y frenar los embates del blanco por ir ganando tierras. Juan Catriel no se ha plegado enseguida a los planes de Calfucurá, pretextando compromisos con los blancos o resistiéndose a someterse a un advenedizo, que además se había instalado por la fuerza en los estratégicos dominios de las Salinas Grandes de la Pampa. Pero cuando el gobierno de Buenos Aires decide echarlo de sus tierras de Tapalqué para instalar un fuerte, allí Catriel manda a pedir ayuda a sus paisanos de tierra adentro.

Eso dará origen a un formidable malón, comandado por Calfucurá y Catriel, donde participaron todas las más importantes parcialidades mapuches: chilenos, neuquinos, ranqueles, pampas, los caciques del río Negro, para enfrentar a un ejército que comandaba un joven coronel llamado Bartolomé Mitre.

Se enfrentaron en una serie de batallas, de las cuales las más importantes son las de Sierra Chica y San Jacinto, y habiendo triunfado los mapuches en todas ellas hasta poner en fuga al ejército porteño, asolaron el pueblo de Azul y todo el partido, arreándose una cantidad impresionante de ganado vacuno y caballar, quemando los pueblos y haciendo cautivos.

Esa terrible demostración de fuerza detendría desde entonces los avances del blanco sobre el territorio mapuche por casi veinte años, y a la vez les daría a estos la conciencia de su poderío si se mantenían unidos, y de que eran una nación.

Así, definitivamente enemistados con Buenos Aires, Calfucurá y los suyos tomaron parte activa a favor de Urquiza en la batalla de Cepeda (1859), cuando la provincia fue vencida y obligada a integrarse a la Confederación argentina. Pero poco después, columbrando que el poderío de Urquiza iba declinando, se abstendrían de participar en la batalla de Pavón (1861), cuando las fuerzas confederadas fueron derrotadas por el ejército porteño al mando de Mitre. Buenos Aires se convirtió en la capital del país, y en 1862 las elecciones presidenciales llevaron a Mitre a la presidencia. Este, salvo una expedición contra los ranqueles de Mariano Rosas –que eligieron aliarse a las montoneras federales–, mantuvo con las tribus una política relativamente conciliadora. Es cierto que tenía otros frentes de que ocuparse: primero la guerra a las montoneras del centro y noroeste (el Chacho, Varela, Chumbita) y, doblegadas estas, en 1865 Mitre emprende junto con Brasil y Uruguay la larga y famosa Guerra del Paraguay.

Finalizada la guerra, con Sarmiento en la presidencia de la Nación, muerto Juan Catriel en 1866, su hijo Cipriano desde el comienzo recostó su poder en una estrecha vinculación con las fuerzas fronterizas, lo que derivaría en profunda desconfianza de parte de otros caciques y capitanejos que miraban esto con malos ojos, tanto más cuanto que los blancos no dejaban de avanzar con fuertes sobre el territorio. Cipriano Catriel tramó con los jefes de frontera un ataque a estos disidentes, algunos de ellos, parientes de Calfucurá, que resultaron muertos o prisioneros. Esto representaba una muestra de lo que habría de venir poco más adelante, y el gran cacique lo sabe.

Nuevamente, como en 1855, una gran coalición indígena –que reunía a los principales caciques de un lado y otro de la cordillera– se puso en marcha para hacer su justicia.

‘Allí vienen los malones, es el mismísimo viejo Calfucurá el que está aquí con muchos chilenos y ranqueles’. Así se despabilaba la frontera ante el avance pavoroso del vengador de la pampa.

Las fuerzas indias atacaron en número de seis mil en un frente de veinte leguas, hasta que el 8 de marzo de 1872 se dio el choque definitivo en las inmediaciones del fortín San Carlos (que luego daría origen al pueblo de Bolívar).

Considerada esta como una derrota definitiva, Calfucurá se repliega en su laguna de Chilihué. Moría un año después –presuntamente de neumonía–, el 3 de junio de 1873, a las 10 de la noche.

En noviembre de 1878, cuando llegan al lugar las tropas argentinas invasoras, profanan su tumba y se llevan su cráneo, que hasta el día de hoy espera ser rescatado de su ignominiosa condición de trofeo de guerra”.